El hallazgo de un inmenso altar fúnebre azteca permite reflexionar sobre las urgencias actuales sin fantasías atávicas pero con un nítido sentido de la historia y los desafíos del presente.

CIUDAD DE MÉXICO — México vive la peor violencia desde la Revolución (1910-1920); sin embargo, en su primer informe de gobierno, el presidente Andrés Manuel López Obrador dedicó 40 segundos al tema.

Crimen organizado ocupa el territorio y diversifica su economía. A la piratería, el secuestro, la trata y el narcotráfico, añade el robo de combustible, los narcocréditos, la agricultura de exportación, la minería, el control del agua, el cobro de derecho de suelo e incluso prácticas clientelistas como el reparto de alimentos y medicinas.

La soberanía nacional es relativa, según confirmó el periodista de El País Jacobo García en su alucinante viaje por la región de Michoacán, donde se cultiva el 70 por ciento de la producción mundial de aguacate: “La carretera de la muerte no es la que recorre Los Andes o la ladera de los Anapurna, sino los 36 kilómetros que unen Jalisco y Michoacán a través de Jilotitlán”, escribió en septiembre de 2019, luego de recorrer parajes que le recordaron escenas de guerra en Siria, Irak y Afganistán.

El país se desgaja sin una política de seguridad que haga frente a la situación. López Obrador cortó con las fallidas estrategias anteriores, medida imprescindible, pero los asesinatos aumentan. ¿Hay salida? La respuesta equivale a un vacío: 40 segundos de informe presidencial.

Mientras esto sucede, los arqueólogos hallan restos del imperio azteca que remiten a una violencia remota. ¿Podemos vernos reflejados en esos saldos del origen como si nos asomáramos al Espejo Humeante de Tezcatlipoca, Señor de la Fatalidad, donde el ser humano debía escrutar su condición inescapable?

Una torre de cráneos

La Ciudad de México tiene otra ciudad bajo la tierra. Por códices prehispánicos y crónicas de frailes y conquistadores, los arqueólogos saben de la existencia de sitios que no han sido explorados.

La céntrica calle de República de Guatemala se extiende sobre la antigua ruta sagrada de la muerte. Ahí se encontraba el juego de pelota azteca, donde el perdedor era ofrendado a los dioses, y en 2006 ahí fue hallada la efigie de Tlaltecuhtli, deidad dual, masculina y femenina, que devora las inmundicias y da a luz nueva vida.

En 2015 se descubrió el vestigio más importante en la relación de los antiguos mexicanos con la muerte: el tzompantli, inmenso altar de cráneos. En el número 24 de Guatemala la remodelación de una casa confirmó que excavar en esa parte de la ciudad es una arqueología accidental. En este caso, se encontró la base de una torre de cráneos consagrada a Huitzilopochtli, dios del sol y la guerra. Durante la conquista, Andrés de Tapia, soldado de Hernán Cortés, creyó distinguir ahí 136.000 cráneos y el fraile Diego Durán, 80.000, cifras seguramente exageradas por el temor reverencial que provocaba esa empalizada fúnebre. En Muerte a filo de obsidiana, Eduardo Matos Moctezuma, quien condujo la exploración del Templo Mayor, define al tzompantli como “la manifestación más evidente del control político-religioso” que la jerarquía de sacerdotes y militares ejercía sobre su propio pueblo.