Por Francisco Robles
Días antes de que se conocieran las cifras preliminares de homicidios dolosos del mes de marzo, aventuré en un texto publicado en México Social, la posibilidad de observar una caída en el número de delitos, particularmente en los relacionados con la violencia letal. Ello como consecuencia de la emergencia sanitaria que vive el país y sus impactos sobre la economía y el empleo. Dos fueron las consideraciones para formular dicha hipótesis, mismas que a continuación expongo.
La primera, identifica a los grupos delictivos no sólo como organizaciones criminales, que lo son, sino también como unidades económicas insertas en los mercados, en los que han ganado terreno, y cuya presencia e influencia se extiende también a lo social y político.
No se trata de grupos que actúan en espacios marginales u obscuros de los flujos comerciales y las transacciones financieras; por el contrario, sus actividades y ganancias se entretejen en una cada vez más amplia zona de claroscuros, con las operaciones que realizan diversos agentes económicos formales y legales.
Derivado de ello -por lo menos en teoría-, resultaba adecuado suponer que la actividad de los grupos delictivos no era ajena a lo que sucede y que debería resultar afectada por las medidas de freno de la actividad económica, tomadas para impedir la dispersión del virus. Entre ellas: restricciones a la circulación de mercancías y personas, suspensión de las actividades económicas consideradas no esenciales, confinamiento de la población, cierre parcial de fronteras y cercos sanitarios.
La segunda, se sustenta en postulados de origen criminológico. Supone que conforme se profundice y extienda el aislamiento social, la “oportunidad” para cometer delitos se vería modificada de fondo, toda vez que cambiarían las condiciones sociales, productivas y espaciales que hasta ahora explican el panorama delictivo en México.
Las nuevas circunstancias elevarían el esfuerzo y la percepción de riesgo para la comisión de muchos delitos, disminuyendo su frecuencia, a la vez que generarán entornos favorables para la mayor incidencia de otros, como la violencia contra las mujeres. En algunos casos, serán caldo de cultivo para la emergencia de transgresiones que hoy son poco frecuentes (saqueos). Pero también, como hemos atestiguado recientemente, pueden dar pie a agresiones, amenazas y actos discriminatorios motivados por el miedo y la ignorancia.
Sin embargo, la violencia criminal parece ubicarse en los delitos que verán crecer su número. Las cifras preliminares así lo demuestran. Durante el mes de marzo fueron asesinadas, en promedio, 83.4 personas por día, para sumar un total de 2 mil 585, la cifra más alta en lo que va de la administración de López Obrador.
Una vez entrado el cuarto mes del año, los enfrentamientos, ajustes de cuentas y las masacres continúan elevando el número de muertes violentas. En los primeros doce días de abril han sido asesinadas 1,013 personas, con un promedio diario de 84.4. Ello a pesar de haber iniciado veinte días antes la etapa de aislamiento social.
Entonces, ¿por qué la violencia letal está resultando inmune al contagio del virus y a la recesión económica en marcha?
Una respuesta a esa interrogante tiene que ver con las valoraciones de coste beneficio que en el actual contexto están realizando los grupos del crimen organizado.
El crecimiento de la violencia letal parece estar asociada a la reconfiguración de los cárteles y el replanteamiento de sus relaciones con los actores políticos, en un momento donde la ausencia en unos casos, y la tolerancia de la autoridad en otros, hace posible intensificar las disputas por el control de territorios, mercados y rutas con igual o menor costo o riesgo al percibido en los gobiernos de Felipe Calderón y Enrique Peña Nieto.
En este contexto, los grupos delictivos han tomado la decisión de escalar el compromiso, refrendando la opción de enfrentar violentamente a sus adversarios en lugar de resguardarse y esperar el regreso a la normalidad y la reactivación de los mercados. Toda vez que, desde su perspectiva, más que el contagio (que no parece tener poder disuasivo), el mayor riesgo es salir debilitados de la actual coyuntura.
La ambigua y errática política de seguridad –abrazos no balazos– que privilegia la contención y la negociación por encima del combate a los cárteles, ha generando incentivos poderosos que favorecen el aumento de la violencia. Los grupos criminales no aprecian que sus actos puedan tener consecuencias frente a una autoridad ausente o tolerante.
Usar la Guardia Nacional (GN) como un cuerpo multipropósito, dispersa sus capacidades, aún en formación, entre una diversidad de tareas que no le son propias y que debilitan la función primordial para la que fue creada: brindar seguridad a la población.
La creación de la GN pretendía pasar de un modelo de enfrentamientos abiertos con la delincuencia organizada a uno fundado en la Inteligencia civil, el cual tampoco ha dado resultados. Hasta ahora la FGR y UIF (parte de ese modelo) han estado más ocupadas en perseguir adversarios políticos que en cumplir sus tareas de procuración de justicia e inteligencia financiera, entre otras.
Finalmente, la liberación de Ovidio Guzmán y el saludo del presidente López Obrador a la madre del Chapo, envían un mensaje negativo a los grupos criminales enfrentados al cártel de Sinaloa, quienes leen en esos hechos una amenaza: a los amigos, justicia y gracia; a los enemigos, la ley a secas. Llevándolos a tomar previsiones para hacer frente a cualquier ataque, represalia o provocación, o incluso para anticiparse a cualquiera de ellas.
Nada será igual cuando el país vuelva a la normalidad. Liderazgos, legitimidad e instituciones cuestionadas, serán los elementos distintivos de los nuevos tiempos. México saldrá de la emergencia sanitaria con un gobierno débil y una sociedad más dividida y enojada. En este contexto adverso social y políticamente, el recrudecimiento de la violencia criminal tendrá consecuencias imprevisibles para la vida nacional. A no ser que el coronavirus pase también factura a la delincuencia organizada.